6 de marzo de 2011

Orejudo, Ellroy, Gabriel



Pues a mí me gusta Antonio Orejudo. Me gusta aunque haya 20 páginas, del último tercio de su novela, que son confusas y como un parche en el resto de la historia. Pero me gusta, quiero decirlo y lo digo.
Pero no quería hablar de Antonio Orejudo. Quería hablar de James Ellroy. Nada había leído de él. Nada. Sucedió el miércoles, 2 de marzo.
Dos cosas pasaron el miércoles. La primera que bien pronto por la mañana encontré al Dioni en el aeropuerto, recién llegado, yo, a Madrid, a punto de marcharse, él, a no sé dónde. 
La segunda que por la tarde, esperando el embarque para volver a Barcelona, me fui a un quiosco del aeropuerto para comprar el último libro de Fernández Mallo. No. No lo tenían. Tenían el último de Martin Amis, y el último sobre la suerte, y el último de mil nórdicos. También el último de James Ellroy. El de Martin Amis tenía demasiadas páginas.
No es una novela de asesinatos, dura, sino unas memorias de sus, malas, relaciones con las mujeres. Todo el rato (empecé en el avión, seguí en casa, lo leí en un par de días) me recordaba a mi amigo Gabriel, de quien apenas sé nada. Tal vez este comentario moleste a Gabriel, de quien apenas sé nada, porque Ellroy es un conocido ultraderechista anticasi todo, misógino, mala persona, seguramente racista, intolerante, sin duda antipático. Pero me lo recordó, qué le vamos a hacer, pensé mucho en Gabriel, de quien etc., mientras leía que Ellroy se pasó todos sus veinte años espiando casas de su barrio para ver chicas y masturbarse tras las ventanas. Que fue muy putero, que se trasladó a N. York, que vivió en un sótano, que escribió y escribió y escribió y escribió porque en eso, su escritura, confiaba más que en cualquier otra cosa, que se casó y se divorció en seguida. Que se volvió a casar y se fue a Kansas y ese matrimonio duró 15 años .Que se volvió a enamorar de una pelirroja, Joan, y que ésta también lo dejó por mala persona. Que mantuvo, eso sí, la costumbre de quedarse solo, por las noches, en una habituación oscura, junto a un teléfono, esperando llamadas de otras mujeres. Que, siendo racista, ultraderechista, antitodo, se enamoraba siempre de mujeres de izquierdas y feminista, al lado contrario de su espectro. 
Me recordó a Gabriel, aunque creo que Gabriel es buena persona, no como Ellroy Y aunque Gabriel escribe muy bien y todavía no he podido decidir si Elloy también me gusta. No sé porqué he pensado en Gabriel. A Ellroy, 45 años de mierda viviendo experiencias cutres con mujeres, no le impiden afirmar que es el mejor novelista americano. Y se lo cree. Ahí está su secreto.
Ayer me compré La Dalía negra. Ésta sí va de asesinatos. A ver qué tal. No había leído antes, nada, de él.


(la foto, de N. York, mayo 2010)

14 de marzo de 2010

Miguel Delibes


Anteayer murió Miguel Delibes y uno se pone triste como si hubiera muerto alguien muy cercano, alguien familiar y amigo. 
Miguel Delibes. El Hereje, sí, hace un par de años. Pero, del resto, más de veinte años sin leerle una página. Y en la primera mitad de esos veinte años estudié Literatura española y hasta tengo una licenciatura, con buenas notas. 
¿Por qué entristece, entonces, su muerte?
Debería ser por la conciencia de haber sido injusto. De que este país de Celas, Torrentes y Umbrales ha sido injusto con este hombre. Grande de verdad. Escritor grande de verdad.
O tal vez es algo más personal. Tal vez son malas semanas y cualquier cosas entristece. 
O tal vez, sólo tal vez, porque es así como uno, sin quererlo, siguiendo la simple corriente del humor y la melancolía, reconoce la deuda con el escritor, uno de ellos, al que le debe haber sido una buena parte de lo que es. Julio Verne. R.L. Stevenson. Y Delibes. 
¿Qué hubiera sido mi vida, que sería hoy, sin aquella tarde en la que mi hermana Mercedes me dijo que leyera El Camino?
¿Hubiera llegado a Proust? ¿A Faulkner? ¿A Conrad?
Sí. Estaba ya Stevenson.  Y Julio Verne.
Pero el muchacho (¿11, 12 años?) que empezó con El Camino a leer a Delibes, seguramente, no hubiera leído poco después El Quijote, ni hubiera llegado a Cortázar, a Borges, a Quevedo, a Dante, a la felicidad de Homero. 
No visité Castilla hasta que tuve 30 años. Sigue sin gustarme esa vida árida, seca, del centro de España. Pero me leí después Las ratas, Cinco horas con Mario, Mi idolatrado hijo Sisí y La hoja roja, y fue esa vida de provincias que sólo conocí en esos libros la que imaginé en otras mil lecturas. De La Regenta, o Madame Bovary. De Rojo y Negro, a El Gatopardo.
¿Cómo hace un escritor que ya no lees para seguir, ahí, presente, mientras te alejas del muchacho que fuiste y te transformas en adulto y hasta deja de gustarte? ¿Uno ya sólo es lo que fue? 
No sería mala cosa. Yo, al menos, era mucho mejor persona hace treinta años. Y las semanas malas no duraban como ahora.
Pero nada de esto es importante. Cambió mi vida pero mi vida no es importante. ¿Qué otras vidas cambiaría? ¿Qué otros muchachos no fueron ya lo mismo, exactamente?
Gracias

10 de febrero de 2010

De túneles

Días queriendo hablar de Lev Tolstoi y estos días la literatura no vale.

Decíamos ayer. O el otro día.

Volver. ¿Es posible volver a aquel lugar en el que nos equivocamos?. No

¿Es reversible el error? Debería.

8 de febrero de 2010

Volver

Jack, en Lost. "Nada es irrevesible".

¿Nada lo es?

Apartemos a la muerte, por un momento. La muerte es Nada.

La vida es reversible. Nuestras acciones, errores, dolores, dichas, logros. ¿Son reversibles?.

Apartemos también al perdón, otro momento. El perdón sólo calma la conciencia de los errores.

No tengo respuestas. O no todavía. Busquémoslas.

3 de enero de 2010

Profesiones tristes


Todo melancólico debería huir de lo que le ponga triste. Buscar las mañanas de sábado, los mercados, la dicha, escribir con tu hijo de cinco años sentado encima, una piscina vacía, un bar. Ese café.


No debería ir al circo. Porque la gente de circo tienen la profesión más triste del mundo y uno está allí, en las gradas medio vacías, y los ve contorsionarse o montar a caballo, hacer malabares o saltar, y se siente una opresión, aquí, fuerte.


Una profesión polvorienta. 


Como ser cuidador de los elefantes del zoo. Cobrador del metro. Funcionario en un ayuntamiento de los suburbios. Marinero en un petrolero.


Me parecen tan tristes.


Me parecen tristes los hombres estatua de las Ramblas. Tristísimos en su silencio y en sus ojos enrojecidos. 


Me parecen tristes los profesores de idiomas en verano. Nunca hay playa para los que enseñan español para extranjeros en agosto. Tal vez exagere, pero me parecí triste cuando lo fui durante tantos años.


Me parecen tristes los músicos de esas orquestas con cantante que giran por los pueblos, en fiestas, tocando chachachá o boleros. 


Me parecen tristes los pianistas de ciertos restaurantes que tienen pianista. 


Me parecen muy tristes los hombres que hacen de Papá Noel a la puerta de algunas tiendas. Los hombres que se pintan de negro para ir en la caravana de Baltasar.


Me parecen triste los payasos que vienen a las fiestas infantiles y no hacen reír a nadie.


Pero nada me parece más triste que los payasos de circo. Esa es la profesión más triste del mundo.


Huyamos de ellos. Huyamos de los circos y de sus payasos. Más estos días, que es Navidad.

1 de enero de 2010

Viajes. Un té.


Hace meses, un sábado, vi en un periódico una foto de Faulkner. La recuerdo a menudo. No era ésta de la derecha, con la pipa en la boca y el sol del oeste. En la que vi en el periódico Faulkner estaba en la cocina de su casa, preparando un té. O tal vez era un café, aguado. Pero yo creo que era un té. Llevaba unos pantalones amplios, de pinzas, y una camisa blanca. Afeitado. Tranquilo. Una imagen doméstica, de paz doméstica, como de domingo a media tarde cuando los invitados ya se han ido.
Paz falsa. La foto es de una época en la que el estado de ánimo de Faulkner debía ser lo más parecido a un maremoto en Indonesia. Escribía sin parar. Obras maestras y cuentos malos de encargo. Guiones. Tenía enormes deudas. Su casa, la de esa cocina, le había costado mucho más de lo que ganaba un escritor cualquiera. Su matrimonio no funcionaba y solía pasear con una rubia en el asiento trasero del coche de Bogart.
Al ver la foto me recordé a mí mismo hace muchos años en una época en la que, tras cada ventana abierta y tras cada habitación iluminada, había una gente con vidas mil veces más interesantes que la mía.
Falsas apariencias. Nunca la paz es doméstica.
Como los viajes. En sueños, con Poe. Eso suele citar un amigo. Claro. Ahí están los mejores viajes, tras los ojos cerrados.
Pero cerca del cruce de Broadway con la 5th hay una librería que es la mejor librería del mundo. La Strand. Y visitarla es perderte en un cuento. Y ser feliz, una tarde.
Mucho más feliz de lo que jamás fue Faulkner.
Adiós, amigos.

De modernos. Y Fernández Mallo


No es tan malo no seguir teniendo 20 años.

Gracias a ese efecto de la biología, ahora la mayoría de los sábados no salgo. Y cuando son las 10 de la noche y en mi casa todos duermen, me enciendo uno de los Cohibas Espléndido (no es un adjetivo, se llaman así) que mi primo Manolo me trae en cajas de La Habana, donde vive desde hace casi 20 años. Un cigarro y tres dedos de Balvenie 12 años, doble maduración, la segunda en barricas de Sherry. Un cigarro, un whisky y un poco de Coltrane, por ejemplo, sus grabaciones para Prestige. O el silencio. Y un libro. Un cigarro, un whisky, música y un libro. Gordo, simularé ser Churchill.

A veces, si hay fútbol, pongo la tele sin voz y me voy mareando mientras a Puyol se le moja la melena.

Un sábado, pongamos que hace un mes, me leí Nocilla Experience, el segundo libro de esa colección que un amigo recomendó hasta que con el tercero descubrió que Fernádez Mallo era una mierda. El primero no me lo terminé. Ahora quería saber qué le había gustado a nuestro amigo, Marcos González Mut, uno de los lectores más finos que conozco (ja,ja,ja,ja, qué expresión más suya es esta)

Habla de Cortázar, como en Nocilla Lab hablaba de Auster.

El estilo es el que le gustaba a Marcos. Fragmentado. Películas, canciones, tipos que son grueros en Nueva York y tipos que no salen jamás de casa y cultivan la soledad con una radicalidad de monja violada y devota. Sr. Chinarro (looos amores reñidos serán, tooooodooo lo que tuuu quieeeeras,)

Aunque el libro citado es Rayuela, Cortázar hizo varios libros que se parecen más a esto de Mallo: Último round, o La vuelta al día en ochenta mundos, por ejemplo

Hoy en la radio he escuchado a otro tipo que le van a publicar un libro con las entradas de su blog. Creo que este es taxista. Como me estaba duchando, no me he enterado bien de qué iba la cosa.

Fernández Mallo tiene el interés, para los de letras, de que es físico, le gusta serlo, y entonces mete ecuaciones o habla de Einstein o de la forma del universo. Para los de ciencias no sé qué interés tiene. Ya me diréis.

¿Literatura para leer en el metro? ¿En los anuncios de una serie? ¿En las esperas de los aeropuertos? ¿Tolstoi es ahora un bloguero? ¿Nos estamos tomando el pelo y eso es lo que nos gusta, tomarnos el pelo?

Esos libros que os decía de Cortázar, al final, no eran más que la suma de los textos cortos que le iban llenando las carpetas (o lo cajones, que es una imagen más literaria). Un poco como esos libros de artículos de Javier Marías o de Pérez Reverte en el que se antologan las páginas que publican en los dominicales.

¿Es eso?. Si el futuro ya es, y las cien páginas seguidas de la tercera entrega del Proyecto Nocilla sonaban a Auster y a antiguo, entonces los libros van a ser eso, las líneas que quepan en un pantalla, sin cursor. Pantallazo, pantallazo.

No me parece mal. Los libros de mis estanterías me pesan en el alma como una amistad de años de la que no sabes separarte. Creo que disfrutaré cuando dedique un trayecto del AVE a pasar, en la pantalla de cualquier artilugio de Apple, del principio de Anna Karenina a la quema de Moscú de Guerra y Paz o a aquella nota de sus diarios en la que decía que nada de interés se podía escribir si en tus pasillos se aparcaban cochecitos de niño.

El primer sábado, hace años, en el que en casa me encendí un cigarro (el primero, un Montecristo del 3) y me puse un whisky, me releí La metamorfosis y desde entonces es que recuerdo que Gregor se pasa las noches aprendiéndose trayectos de tren.

¿Es compatible eso con llevar bambas All Star negras compradas en Nueva York?

¿Son modernos Murakami y Auster? ¿Son modernos dos tipos de más de 60 años?

Bueno.